NOTA.- Estoy intentando reunir en este blog todos mis escritos "cibernéticos", todo lo que he escrito en otras webs o blogs con los que he colaborado y que no quiero perder. Este es un relato publicado en el blog El Calzador, muy recomendable, aunque paralizado en su continuidad desde hace un tiempo. Reitero mi agradecimiento a sus impulsores por darme en su día la posibilidad de publicarlo.
Cuando me ofrecieron la posibilidad de contribuir a
estos breves momentos de silencio en medio del ruido jurídico –no por mis
méritos literarios, hasta ahora desconocidos, sino por pura fidelidad en el
seguimiento de El Calzador-, elegí rápidamente el tema e incluso redacté unas
breves líneas al respecto. Pero como el transcurso del tiempo tiene la virtud
de ubicar mejor las cosas, he cambiado de temática a la vista del nuevo giro
que está tomando el blog y de las confesiones públicas de hechos muy privados
de los autores que están haciéndose en los últimos tiempos.
Aunque desde el principio del blog la mayoría de los
relatos son autobiográficos y han destilado trozos de los corazones de los
autores –en ese sentido quiero destacar la entrada dedicada al Couto Mixto, de Fran
Estevez, de 18 de febrero (y que podéis ver AQUÍ), pues me hizo volver a la
niñez y a ese viaje anual que, en mi caso desde Sevilla, hacíamos a Galicia, atravesando durante dos días la península de
una punta a otra, y en unos vehículos y a través de unas carreteras que nada
tienen que ver con los actuales-, en los últimos tiempos se ha desencadenado
una auténtica catarata de confesiones:
la confesión de la devoción por las películas del Oeste (efectuada por Emilio Gude en la entrada del
5 de mayo, “She wore a yellow ribbon”,
que podéis releer AQUÍ), por el deporte
y el esfuerzo (“Maratón, historia de vida”, de Luis Cazorla, de fecha 6 de marzo y
que puede releerse AQUÍ), por los anuncios de nuestra querida televisión de
blanco y negro (la preciosa entrada de Susana Gisbert, “Porque yo lo valgo”, del 18 de abril, que podéis ver AQUÍ) o, finalmente, el doblete de Luis Abeledo no
queriendo ser una estrella del Rock (entrada del 18 de abril “No quiero ser una estrella del rock”,
que podéis consultar AQUÍ), pero confesando ser un “runner” que sale del armario (entrada del 8 de mayo, “Quiero salir del armario como runner”,
que podéis releer AQUÍ).
Pues después de tanta confesión, yo también
confieso: YO HE LEÍDO NOVELAS DEL OESTE
Y HE DISFRUTADO MUCHO CON ELLAS. Cuando era niño –ahora también lo soy,
pero menos- eran la lectura preferida de mi padre y ya se sabe que uno intenta
imitar a sus mayores hasta en las aficiones.
Algunos de los recuerdos más bonitos de mi infancia
se encuentran en una casa de un pueblo cercano a Sevilla, donde pasábamos los
veranos y que yo veía como un palacio a pesar de que hoy no sería más que una
adosada y mucho más reducida que las que la burbuja inmobiliaria hizo crecer
donde antes sólo había olivos. En aquella casa pasé los mejores veranos de mi
niñez, porque significaba la libertad. Allí podía salir por la mañana con la
bicicleta y, junto con mis amigos, dedicarme a no hacer nada, a jugar, a
perseguir pobres lagartijas y zapateros (también conocidos como “libélulas”,
que no es que le tuviéramos manía a ningún oficio), incluso a hacer guerras de
piedras con los niños de la otra calle –en las que casi nunca había ningún
herido- y no volver a casa hasta que teníamos hambre (ni siquiera teníamos
reloj para saber a qué hora volver).
Otras veces, el recuerdo no va a la calle, al campo,
sino a la escalera de la casa porque en aquellos escalones, situados enfrente
de la puerta de la calle, jugaba con mis soldados, con mis caballos, con
aquellos indios que tan malos nos parecían.
Y cuando estaba en aquella escalera, llegaba mi
padre de trabajar. Había pasado por el quiosco de las novelas -que no era quiosco en realidad, sino el
portal de una casa de vecinos en el Arenal-, donde él “cambiaba” las novelas y
a mí me compraba un tebeo del Capitán Trueno. He escrito bien: no compraba,
sino que las cambiaba. En aquella época, no era necesario comprar sino que el
quiosco cobraba una pequeña cantidad (dos o tres pesetas) por recibir una
novela y entregar otra a cambio, que de este modo iba de mano en mano, “como la
falsa monea”.
Aquellas novelas llevaban consigo todo tipo de
microbios, de manchas de aceite, de historias en definitiva de las personas que
las habían tenido en su poder durante los dos o tres días que se tardaba en
leerla. Las escribía casi siempre la misma persona: un tal Marcial Lafuente Estefanía, que a tenor del número de novelas del
mismo autor, debía llevar años escribiendo una novela cada día y que un día
descubrí que había fallecido muchos años atrás pero que sus hijos seguían
escribiendo novelas similares con su nombre. Otras veces eran otros: Silver
Kane, Clark Carrados, Keith Luger, etc.
Pero todas, absolutamente todas, contaban la misma historia:
un pueblo del lejano Oeste americano, sometido al pistolero de turno al que
nadie se atrevía a molestar, y al que llegaba el “bueno”, otro pistolero pero
con principios, con un sentimiento de justicia por encima de todo, y un valor
que le hacía enfrentarse al malvado y eliminarlo, eso sí, junto a un buen
puñado de los miembros de su banda. También solía haber una muchacha con la que
el bueno hacía sus migas, pero era siempre un amor imposible y, como la figura
de John Wayne, acababa solo y marchándose a otro pueblo donde seguramente le
esperaría una aventura similar. Como escribió un poeta, siempre el mismo río
pero con distinta agua.
Y termino como empecé: yo confieso que leía novelas
del Oeste y hoy, muchos años después, lo sigo haciendo. Ahora, las novelas que
leo suelen ser más cortas (ocho o diez páginas, aunque a veces llegan a las
cien), sus autores más variados y suelen utilizar seudónimos ( el más común es
“Juzgado de Primera Instancia”, pero también a veces leo de otro llamado
“Audiencia Provincial” e incluso a veces, y son las más interesantes, de un tal
“Tribunal Supremo”) , pero sus historias suelen tener el mismo trasfondo, un
personaje bueno y otro malo y la victoria de uno de ellos que, a veces, sólo a
veces, es el bueno.
¡Una forma preciosa de amar aquello a lo que nos dedicamos!
ResponderEliminarMuchas gracias por leerme. Como siempre digo, soy un afortunado que disfruta con su trabajo. Un cordial saludo
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