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lunes, 21 de marzo de 2022

Yo (TAMBIÉN) confieso

 

NOTA.- Estoy intentando reunir en este blog todos mis escritos "cibernéticos", todo lo que he escrito en otras webs o blogs con los que he colaborado y que no quiero perder. Este es un relato publicado en el blog El Calzador, muy recomendable, aunque paralizado en su continuidad desde hace un tiempo. Reitero mi agradecimiento a sus impulsores por darme en su día la posibilidad de publicarlo.


Cuando me ofrecieron la posibilidad de contribuir a estos breves momentos de silencio en medio del ruido jurídico –no por mis méritos literarios, hasta ahora desconocidos, sino por pura fidelidad en el seguimiento de El Calzador-, elegí rápidamente el tema e incluso redacté unas breves líneas al respecto. Pero como el transcurso del tiempo tiene la virtud de ubicar mejor las cosas, he cambiado de temática a la vista del nuevo giro que está tomando el blog y de las confesiones públicas de hechos muy privados de los autores que están haciéndose en los últimos tiempos.



Aunque desde el principio del blog la mayoría de los relatos son autobiográficos y han destilado trozos de los corazones de los autores –en ese sentido quiero destacar la entrada dedicada al Couto Mixto, de Fran Estevez, de 18 de febrero (y que podéis ver AQUÍ), pues me hizo volver a la niñez y a ese viaje anual que, en mi caso desde Sevilla, hacíamos a Galicia,  atravesando durante dos días la península de una punta a otra, y en unos vehículos y a través de unas carreteras que nada tienen que ver con los actuales-, en los últimos tiempos se ha desencadenado una auténtica catarata de confesiones: la confesión de la devoción por las películas del Oeste  (efectuada por Emilio Gude en la entrada del 5 de mayo, “She wore a yellow ribbon”, que podéis releer AQUÍ),  por el deporte y el esfuerzo  (“Maratón, historia de vida”, de Luis Cazorla, de fecha 6 de marzo y que puede releerse AQUÍ), por los anuncios de nuestra querida televisión de blanco y negro (la preciosa entrada de Susana Gisbert, “Porque yo lo valgo”, del 18 de abril, que podéis ver AQUÍ)  o, finalmente, el doblete de Luis Abeledo no queriendo ser una estrella del Rock (entrada del 18 de abril “No quiero ser una estrella del rock”, que podéis consultar AQUÍ), pero confesando ser un “runner” que sale del armario (entrada del 8 de mayo, “Quiero salir del armario como runner”, que podéis releer AQUÍ).

Pues después de tanta confesión, yo también confieso: YO HE LEÍDO NOVELAS DEL OESTE Y HE DISFRUTADO MUCHO CON ELLAS. Cuando era niño –ahora también lo soy, pero menos- eran la lectura preferida de mi padre y ya se sabe que uno intenta imitar a sus mayores hasta en las aficiones.



Algunos de los recuerdos más bonitos de mi infancia se encuentran en una casa de un pueblo cercano a Sevilla, donde pasábamos los veranos y que yo veía como un palacio a pesar de que hoy no sería más que una adosada y mucho más reducida que las que la burbuja inmobiliaria hizo crecer donde antes sólo había olivos. En aquella casa pasé los mejores veranos de mi niñez, porque significaba la libertad. Allí podía salir por la mañana con la bicicleta y, junto con mis amigos, dedicarme a no hacer nada, a jugar, a perseguir pobres lagartijas y zapateros (también conocidos como “libélulas”, que no es que le tuviéramos manía a ningún oficio), incluso a hacer guerras de piedras con los niños de la otra calle –en las que casi nunca había ningún herido- y no volver a casa hasta que teníamos hambre (ni siquiera teníamos reloj para saber a qué hora volver).

Otras veces, el recuerdo no va a la calle, al campo, sino a la escalera de la casa porque en aquellos escalones, situados enfrente de la puerta de la calle, jugaba con mis soldados, con mis caballos, con aquellos indios que tan malos nos parecían.

Y cuando estaba en aquella escalera, llegaba mi padre de trabajar. Había pasado por el quiosco de las novelas  -que no era quiosco en realidad, sino el portal de una casa de vecinos en el Arenal-, donde él “cambiaba” las novelas y a mí me compraba un tebeo del Capitán Trueno. He escrito bien: no compraba, sino que las cambiaba. En aquella época, no era necesario comprar sino que el quiosco cobraba una pequeña cantidad (dos o tres pesetas) por recibir una novela y entregar otra a cambio, que de este modo iba de mano en mano, “como la falsa monea”.

Aquellas novelas llevaban consigo todo tipo de microbios, de manchas de aceite, de historias en definitiva de las personas que las habían tenido en su poder durante los dos o tres días que se tardaba en leerla. Las escribía casi siempre la misma persona: un tal Marcial Lafuente Estefanía, que a tenor del número de novelas del mismo autor, debía llevar años escribiendo una novela cada día y que un día descubrí que había fallecido muchos años atrás pero que sus hijos seguían escribiendo novelas similares con su nombre. Otras veces eran otros: Silver Kane, Clark Carrados, Keith Luger, etc.

Pero todas, absolutamente todas, contaban la misma historia: un pueblo del lejano Oeste americano, sometido al pistolero de turno al que nadie se atrevía a molestar, y al que llegaba el “bueno”, otro pistolero pero con principios, con un sentimiento de justicia por encima de todo, y un valor que le hacía enfrentarse al malvado y eliminarlo, eso sí, junto a un buen puñado de los miembros de su banda. También solía haber una muchacha con la que el bueno hacía sus migas, pero era siempre un amor imposible y, como la figura de John Wayne, acababa solo y marchándose a otro pueblo donde seguramente le esperaría una aventura similar. Como escribió un poeta, siempre el mismo río pero con distinta agua.

Y termino como empecé: yo confieso que leía novelas del Oeste y hoy, muchos años después, lo sigo haciendo. Ahora, las novelas que leo suelen ser más cortas (ocho o diez páginas, aunque a veces llegan a las cien), sus autores más variados y suelen utilizar seudónimos ( el más común es “Juzgado de Primera Instancia”, pero también a veces leo de otro llamado “Audiencia Provincial” e incluso a veces, y son las más interesantes, de un tal “Tribunal Supremo”) , pero sus historias suelen tener el mismo trasfondo, un personaje bueno y otro malo y la victoria de uno de ellos que, a veces, sólo a veces, es el bueno.

 


2 comentarios:

  1. ¡Una forma preciosa de amar aquello a lo que nos dedicamos!

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    1. Muchas gracias por leerme. Como siempre digo, soy un afortunado que disfruta con su trabajo. Un cordial saludo

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