Notificaciones:
el cartero no llama dos veces...
Juan Martín Promencio
Aclaro, desde el vamos, que la
historia que expondré a continuación me fue transmitida por un allegado del
mundillo de tribunales, razón por la cual, a diferencia de los restantes casos
judiciales que habré de glosar en colaboraciones venideras, no he tenido aquí
ningún grado de participación personal, ni he podido siquiera compulsar el
expediente respectivo. Sin perjuicio de ello, dejo constancia de que he
corroborado la veracidad de esta singular leyenda urbana a través de diversas
fuentes independientes.
Sucedió hace años que en el decurso
de un avanzado juicio laboral, el juez de la causa anuló ex officio el proceso, en razón del severo déficit que portaba
buena parte de las comunicaciones obrantes en él.
¿Qué advirtió este perspicaz
observador?
Sencillamente, que ciertas
intimaciones extrajudiciales y que algunas notificaciones judiciales (cursadas
a la parte demandada) habían sido recibidas, ni más ni menos, por un
colaborador del abogado que patrocinaba al demandante.
Dicho esto así, suena inverosímil y
de una torpeza burda hasta la obscenidad.
En punto a diseñar una estafa
procesal, la ingeniería judicial pergeñada resulta no menos temeraria que
absurda, puesto que ninguna persona en su sano juicio acometería semejante
empresa (1).
Sin embargo, la realidad
tribunalicia, impregnada de matices y de claroscuros, se nos ofrece tan
enriquecedora y sorprendente que, invariablemente, se encarga de acallar
cualquier proposición que se formule en tono categórico.
En efecto, a priori podría pensarse que el fraude evocado difícilmente
lograría consumarse si el futuro demandado fuere una persona física; la
situación varía de manera radical, en cambio, si hubiera de ser una persona
jurídica.
Y al decir persona jurídica, quizá
por una deformación profesional, nuestro pensamiento inexorablemente remite a
una sociedad comercial y, más específicamente, a una sociedad anónima (hay
cierta lógica en esa especulación en tanto la mayoría de personas colectivas
encausadas se corresponden con el tipo societario descripto). Pero no ha de
olvidarse que ingresan, en la mentada caracterización, desde una modesta
asociación civil sin fines de lucro (v.gr., un club de fútbol), hasta una agrupación mutual.
Tomemos por ejemplo el caso de una
institución deportiva, sin fines de lucro.
Toda persona que haya tenido alguna
vez contacto con ella, por más efímero que haya sido, bien sabe que en dichas
instalaciones conviven circunstancialmente un nutrido y heterogéneo censo de
feligreses: aquellos que van a practicar deportes, el cantinero del club,
alguno que otro parroquiano adscripto a la cantina (una suerte de propter rem personal), albañiles,
ingenieros y arquitectos que pululan, de tanto en tanto, por necesarias
refacciones edilicias.
Frente al cuadro de situación
descripto, baste señalar -a modo de vaticinio- que el preciso día en que habrá
de transcurrir la diligencia notificatoria, es altamente probable que
cualquiera de las personas antes enunciadas se encuentre presente en el lugar,
y que aquella otra que, conforme los estatutos sociales, debió recepcionar la
comunicación respectiva, se haya ausentado.
De allí que el engaño descripto en
párrafos antecedentes no sea tan burdo, ni tan ostensiblemente evidente como,
en principio, parecía serlo. ¿Por qué no habría de estar practicando deportes
en la sede del club el colaborador de un estudio jurídico en el exacto momento
en que se apersona el cartero o el oficial notificador?
A su vez, cobra protagonismo otro
dato de nuestra variopinta realidad que gravita decisivamente en orden a
consumar la estafa del ejemplo: el adelanto tecnológico.
En efecto, actualmente se puede
conocer con cierta precisión -vía Internet- el derrotero de una pieza postal.
Más aún, en localidades pequeñas, el rastreo y localización de una carta
documento, etc., se ve facilitada por obvias razones geográficas, de tal modo
que no resulta aventurado entrever el día y la hora aproximada en la que el
cartero acometerá la comunicación respectiva.
Retomando el hilo conductor del caso,
es dable señalar que el juez de la ocasión obró debidamente en tanto anuló un
proceso en el cual había reinado una grosera indefensión (2).
No es del caso discernir si las
comunicaciones cursadas devinieron actos inexistentes, o bien si se
correspondieron con la categoría de nulidades procesales absolutas. Tampoco
cabe analizar aquí la desaprensiva conducta del abogado de la patronal que
inadvirtió el oprobio evocado.
Sí quiero señalar, y tal ha sido mi
intención al bosquejar el episodio descripto, un dato de la praxis
tribunalicia, respecto del cual, poco se ha escrito en comparación con la
trascendencia que ostenta: el tenor y naturaleza de ciertas piezas judiciales.
He dicho en otra ocasión (3), y lo
reedito aquí, que no todos los escritos que ingresan a un expediente son
iguales ni participan del mismo valor o trascendencia. De todos ellos, merecen
particular atención los que se presentan en la etapa fundacional del proceso
(demanda y contestación).
Agrego -ahora- que no solamente los
escritos judiciales deben ser objeto de una pausada y detenida observación. Tan
importante como éstos es la documentación que se glosa a tales piezas
escriturales.
No ignoro que, después de años de
trabajo en el Poder Judicial, conlleva cierto hastío leer minuciosamente
instrumentos y demás constancias documentales que se adjuntan a un escrito de
demanda o de contestación (4) pero cuántas veces hemos advertido ¡y cuántas más
habremos de hacerlo!, poderes deficientemente otorgados, documentación que se
dice acompañar y no se acompaña y, en el caso del ejemplo, intimaciones
extrajudiciales inexistentes y notificaciones absolutamente inválidas.
El debido contralor del expediente en
su etapa fundacional constituye una necesaria profilaxis que, en tanto política
de prevención procesal, desalienta estériles incidencias y contribuye a gestar
un mejor servicio de justicia, valor por el que todos los operadores del
derecho incansablemente bregamos. Deseo de modo ferviente que el presente
artículo colabore en tal sentido.
_______________________________________________________________1) Imposible no traer a la
memoria el soberbio cuento de Borges “El
impostor inverosímil Tom Castro” en el cual narra el genial proyecto que
concibiera el moreno Bogle con el objeto de acceder consilium fraudis a la fortuna de Lady Tichcorne, mujer ésta que
buscaba afanosamente a su hijo Roger Ch. Tichborne desaparecido veinte años
atrás en ocasión del hundimiento del barco en que viajaba. Escuchemos a Borges
describir la temeraria aventura de Bogle para embaucar a la desesperada madre:
"Bogle inventó que el deber de Orton era embarcarse en el primer vapor
para Europa y satisfacer la esperanza de Lady Tichborne, declarando ser su
hijo... Bogle sabía que un facsímil perfecto del anhelado Roger Charles
Tichborne era de imposible obtención. Sabía también que todas las similitudes
logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables.
Renunció, pues, a todo parecido. Intuyó que la enorme ineptitud de la
pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un
fraude". Nada muy distinto del caso que he memorado (Borges, Jorge L. El
impostor inverosímil Tom Castro, en "Historia universal de la
infamia", obras completas (1923- 1949), anotado por Rolando Costa Picazo e
Irma Zangara, Bs. As., Emecé, 2009, p. 604).
(2) La casuística que da cuenta de
tales episodios es frondosa y medra en cualquier repertorio jurisprudencial que
se consulte al respecto. Transcribo a continuación la autorizada opinión de
Alberto L. Maurino, quien evoca un litigio judicial de aristas muy similares al
que aquí he analizado: "En el terreno específico de las nulidades
notificatorias, entendemos que un emplazamiento válido constituye un verdadero
presupuesto procesal, sin el cual no puede haber pronunciamiento sobre el fondo
del asunto, debiendo el juez examinarlo de oficio, aunque la parte interesada
haya omitido esgrimir tal defensa... Otro supuesto que hace viable la
declaración de oficio de la nulidad, es cuando el domicilio donde se
diligenciaron todas las cédulas, corresponde a una oficina que, atendida por
otras dos personas, recibe todas las dirigidas a los demandados en diferentes
juicios, donde la vendedora es parte actora, porque ello evidenciaría la
existencia de fraude procesal" (Maurino, Alberto. "Notificaciones
procesales". Bs. As., Astrea, 1995, p. 299, con cita de fallo en nota al
pie de página 71).
(3) Promencio, Juan Martín.
"Verificación tardía "versus" recurso de revisión".
www.astrea.com.ar, sección Doctrina, 2014.
(4) Hablo, desde luego, en primera
persona. Confieso que, durante mi pretérito paso como escribiente en un juzgado
de primera instancia civil, comercial y laboral me resultaba tedioso, en no
pocas ocasiones, leer con detenimiento los escritos constitutivos del proceso
(sobre todo, cuando la ortodoxia gramatical y semántica brillaban por su
ausencia) y también la documentación glosada a éstos. Con el correr del tiempo,
advertí que una lectura pausada y generosa del expediente en sus inicios, más
allá de la ausencia de escrúpulos ortográficos obrante en algunas de sus
piezas, resultaba tan necesaria e imprescindible como el aire que respiramos.
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