Es tradición en la televisión
española inundarnos de películas de romanos en Semana Santa y, desde luego, si
hay un clásico entre los clásicos, esa es Ben-Hur. ¿Quién –al menos de entre
los que peinan canas- no recuerda la escena de la carrera de cuadrigas? ¿Quién no
recuerda al arrogante Messala, más muerto que vivo en ese momento, diciendo que
“vendrá, él vendrá”? ¿Y que decir de esos caballos con nombres de estrellas que
el jeque cuida como a sus hijas?
Pues, fieles a la tradición, ayer
repusieron en una cadena de TV la Película, en mayúsculas, sobre la que tanto se ha escrito (una entrada de un blog que me ha gustado en su planteamiento y del que tomo prestada la fotografía, podéis encontrarlo aquí) Y aunque no la vi
entera, sí tuve ocasión de ver algunos fragmentos y hubo uno que me llamó
especialmente la atención.
No porque fuera la primera vez que
la veía sino porque recientemente he estudiado un poco de Derecho Romano para
conocer con más detalle el llamado “dogma de la autonomía de la voluntad” en el
Derecho español.
Y, como suele ocurrir cuando uno
estudia un tema, me he llevado una sorpresa. La famosa expresión “pacta sunt servanda” que tantas veces he
utilizado en mis informes para destacar el valor de lo acordado, no nació en
Roma, donde tan sólo determinados contratos se podían contraer mediante el mero
consentimiento.
El Derecho Romano conoció, a lo
largo de sus muchos siglos de evolución, diversas formas contractuales, algunas
que nacían de la utilización de determinadas fórmulas sacramentales, otras que
implicaban la entrega de una cosa, alguna que se basaba en el consentimiento y
otro grupo de ellas cuya fuerza obligatoria nacía de la letra, de la
inscripción de su contenido en una especie de libro de contabilidad doméstica
del acreedor denominado codex accepti et expensi.
¿Y
qué tiene que ver esto con Ben-Hur? Pues como una imagen vale más que mil
palabras, aquí tenéis la escena en la que el jeque árabe, con una mezcla de
adulación y desafío, consigue que el tribuno Messala acepte la apuesta de
correr contra Judá en las carreras de cuadrigas.
Puede
verse en la fotografía, aunque aún mejor en la escena, cómo el jeque lleva en
sus manos un libro, donde anota su apuesta y en el que hace firmar al romano
(que, arrogante, no lo hace de puño y letra sino con su sello, lo que nos daría
materia para otra entrada). ¿Sería este libro un codex accepti et expensi?
Es
difícil de saber, sobre todo porque el cine, a pesar de contar con asesores de
todo tipo incluidos los históricos, no siempre acierta. Pero lo cierto y verdad
es que la institución del codex existió y, aunque se conoce poco de él
porque no se recogió por Justiniano en el Corpus Iuris Civilis, parece que la
obligación nacía de la simple transscriptio
en el libro.
La transscriptio o nomen
transscripticium versaba siempre sobre una cantidad cierta de dinero y daba
lugar a deudas abstractas, si bien no dispone la doctrina de suficientes
fuentes para conocer su funcionamiento en aspectos tan importante, por ejemplo,
como saber si la inscripción del acreedor exigía la voluntad del deudor, aunque
según la película, sí era precisa, al menos para las deudas de juego.
En definitiva, podemos confirmar una
vez más que el cine es un magnífico instrumento para conocer el Derecho, a
veces porque nos enseña cómo funciona y a veces porque podemos comprobar todo
lo contrario, es decir, los errores que respecto de la realidad jurídica
presentan algunas películas. Tema sobre el que quizá volvamos más adelante.
NOTA.-
Es importante destacar que quien esto escribe no es experto en Derecho Romano y
que siempre estamos abiertos a aprender, por lo que si algún romanista puede darnos
más información sobre la figura a que nos referimos, será bienvenida.
!Que barbaridad!!
ResponderEliminarLas cosas que dicen los profesores
Ni había caído en eso
Los profanos tenemos ese problema
Un abrazo
Gracias por el comentario, especialmente por venir de quien no es profesor pero sí Maestro. Un abrazo
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