Esta es la primera entrada que publicamos tras las
minivacaciones que nos ha impuesto la habilitación de parte del mes de agosto
para las actuaciones judiciales. Por eso, con el calor que hace y el mes en que
nos encontramos, parece lo más adecuado redactar una entrada con menos enjundia
de lo habitual, aunque plenamente jurídica pues se trata nada menos que de un
juicio en el que el testigo de cargo no es Marlene Dietrich, sino un simple
loro.
Se trata de una anécdota real sucedida a un buen amigo
abogado, a quien se lo he escuchado contar, al menos, dos o tres veces y, desde
luego, la relata mucho mejor que yo podré escribirla. No obstante, voy a
intentar reproducirla de la manera más fiable que mi memoria permita y lo haré
en primera persona, como si fuera el mismo protagonista –a quien vamos a
denominar Julio- quien la estuviera contando. Empezamos.
Pues la historia es que me llegó al despacho una señora para
que intentara recuperar un loro que se le había escapado y al que tenía gran
cariño, entre otras cosas porque le gorjeaba canciones de Marifé de Triana y la
de la gallina Cocoguagua. Cuando me lo contó le indiqué que no sabía cómo podía
ayudarla, pues yo soy abogado y poco puedo hacer para recuperar animales.
La señora me contestó que el loro se había escapado y que su
vecina de dos bloques más allá lo había cogido y se lo había quedado. ¿Y cómo
puedo demostrar que ella tiene el loro?, le pregunté. Es muy fácil. Se ve desde
la calle porque lo tiene en una jaula en la terraza. Bien, pero ¿cómo puedo
demostrar que el loro es de vd. y no de ella? ¿Está acaso marcado? ¿tiene algún
tipo de identificación? [téngase en cuenta que esto ocurrió hace más de veinte
años].
La respuesta de la señora fue el inicio del problema: es
que el loro lleva conmigo muchos años, me conoce y si lo dejan suelto y me ve,
el loro vendrá a mí cuando yo lo llame.
A partir de la visita, puse en marcha el protocolo habitual,
enviando una carta a la vecina indicando que mi cliente me encargaba la demanda
para reclamar el loro. Cuando la recibió, recibí la llamada de un abogado,
conocido y con quien tenía (y tengo) muy buena relación. Bromeamos sobre el
tema e incluso me propuso que lo más fácil era comprar un loro nuevo e intentar
que mi cliente se lo quedara. Pero no, no era posible. Tanteé a mi cliente e
insistió: el loro era suyo, la conocía y acudiría a su hombro si ella lo llamaba.
O lo que es lo mismo: ¡alea iacta est!
De modo que interpuse la denuncia del correspondiente juicio
de faltas y solicité la prueba testifical
del loro. A los pocos días, sabía en qué Juzgado había caído. Y unos días más
tarde, el procurador me dijo que Su Señoría quería hablar conmigo. Glub!
Acudí al despacho de Su Señoría, que me conocía ampliamente
y, nada más entrar en su despacho, me miró y, meneando la cabeza, me dijo: “Julio, Julio… no me toques …”. Tuve que
invertir bastante tiempo y charla para convencerle de que el loro conocía a mi
cliente y que si se requería a la denunciada para que lo trajera y lo dejaran
suelto en la Sala, el loro acudiría a su hombro y le “cantaría” una canción de
Marifé de Triana. Al final, accedió a ello, dio traslado a la denunciada de la
denuncia y fijó fecha para el juicio.
El día del juicio la Sala estaba abarrotada de gente. Se
había corrido la voz por los Juzgados y había abogados, fiscales, procuradores
y algún que otro magistrado, si bien estos medio camuflados en las últimas
filas. Todo el mundo quería ver el espectáculo, que se presentaba gratis y en
directo. Así que el juicio comenzó.
Escuchamos primero la versión de la denunciante, quien con
total rotundidad manifestó que su loro se le había escapado y que se había ido
a posar en la terraza de la denunciada, quien se había aprovechado de la
mansedumbre del animal para capturarlo y tenerlo desde entonces en una jaula en
su terraza. La denunciada, como es de esperar, lo negó todo. Manifestó que el
loro que ella tenía en su terraza era suyo, aunque no tenía factura por haberlo
adquirido en el mercadillo de La Alfalfa y, en cuanto a las manifestaciones de
la denunciante, manifestó que la conocía de la calle pero que no sabía que ella
tenía otro loro similar al suyo.
Después de escuchar a ambas protagonistas de la “refriega”, se dio paso a la prueba testifical. El juez ordenó al oficial
que introdujera al loro en la Sala, en la que se produjo un silencio sepulcral.
La tensión se mascaba en el ambiente.
El loro venía en su jaula (en la jaula de la denunciada,
claro), tapado con una especie de colcha, por lo que solicité al juez que
ordenara al oficial que descubriera la jaula y que abriera la puerta orientando
la jaula hacia donde se encontraba mi cliente, que estaba prácticamente
llorando al ver de nuevo a su querido lorito. El juez accedió.
El oficial quitó la colcha. Abrió la puerta de la jaula y en
ese momento, el loro, desconcertado con la luz al llevar un buen rato con la
colcha puesta, empezó a sobrevolar por la Sala de un lado a otro. El juez
empezó a gritar “Julio, Julio…”; los asistentes al juicio, se alborotaron al
ver a aquel animal sobrevolando por encima de sus cabezas con malas
intenciones; un fiscal, con menos pelo en la cabeza que la calavera de Hamlet,
se agachaba y mirándome fijamente a los ojos me decía “hijo p…, hijo p… el loro, qué te apuestas que me pica a mí”; el
abogado contrario no podía contener la risa. El espectáculo había empezado.
La única persona que mantenía la calma era mi cliente. Tras
las primeras lágrimas de impresión por ver de nuevo a su loro, se había puesto
en pie y acercado al estrado, y estaba llamando al loro que seguía volando de
un lado a otro de la Sala. Y en ese momento, se produjo lo que habíamos estado
esperando: el loro la vio, acudió raudo a su llamada y se posó en su hombro
derecho.
Y en ese momento vi que estaba a punto de ganar el pleito. No
pude evitarlo. Me levanté y grité, por encima de la algarabía que había en la
Sala, “Señoría, la prueba, el loro se ha
posado en el hombro de mi cliente, el loro es su loro”.
Hola. Soy de Costa Rica. Estudie un par de anos derecho y tengo muchos amigos abogados con quienes compartí su bien escrita historia del loro. También tenemos un loro quien me ha preguntado por la sentencia del juez! Saludos
ResponderEliminarjajaja, muchas gracias por tu comentario, Andrés. La sentencia fue, lógicamente, estimatoria porque quedó más que acreditado que el loro reconocía a su propietario. Un cordial saludo
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