El contrato de
comisión, regulado en el Código de Comercio en sus arts. 244 y ss., se enmarca
entre los contratos de colaboración del empresario y es objeto de explicación
en el temario de la asignatura de Derecho Mercantil II que imparto cada año
durante el segundo semestre del año. La importancia de su regulación es su
amplitud y la posibilidad de aplicar sus principios inspiradores a otros
contratos de colaboración que carecen de ella.
Una de las cuestiones
que siempre me llama la atención es la posibilidad de actuación del
comisionista tanto en nombre propio –en cuyo caso, los terceros que con él
contraten no podrán dirigirse contra su comitente, cuya identidad ni siquiera
conocerán- como en nombre del comitente o principal, en cuyo caso los efectos
serán directos entre los terceros y éste. Los ejemplos que utilizo en clase
giran en torno a la conveniencia de no revelar dicha información a los terceros
con los que contrata el comisionista a fin de evitar un precio más alto, por
ejemplo en casos de alquileres o compras de edificios por un banco o una
compañía de seguros.
Sin embargo, recientemente,
me he encontrado un ejemplo real que me gustaría incorporar a mis explicaciones
y, por tanto, a este blog. Está tomado del blog literario Zenda, que sigo asiduamente,
y en concreto, de esta entrada escrita por Miguel Barrero, referida al nobel de literatura Gabriel García Márquez.
Aunque recomendamos la
lectura completa de la misma y no vamos a revelar el final de la misma – ¡abajo
los “spoilers”!- tomamos de ella lo que nos interesa para explicar la comisión
indirecta:
“cuando llevaba ya unos cuantos años instalado en la Ciudad
de México, Gabriel
García Márquez sintió más vivo que nunca el deseo de contar con un
lugar al que volver en Colombia. Alguna vez había intentado hacerse con una
propiedad en Cartagena de Indias, la hermosísima ciudad colonial en la que
había vivido algunos de los momentos más felices de su juventud y donde
escribió su portentoso Relato de un náufrago, pero siempre le pedían unas cantidades de dinero
tan ingentes que superaban ampliamente sus posibilidades presupuestarias.
Se lo comentó a un arquitecto amigo suyo y éste le explicó la razón por la que
no era capaz de dar con alguna oferta inmobiliaria que se adecuara a sus
fondos: «Allá creen que eres millonario y suben el precio pensando que vas a
poder pagar lo que te pidan». Al escritor se le ocurrió entonces una solución: el arquitecto se desplazaría a Cartagena y se ocuparía de buscar
un solar sobre el que edificar la casa que marcaría la reconciliación entre el
autor de Cien años de soledad y su tierra natal. Evidentemente, en ningún momento podía salir a colación el nombre de Gabo: era su
amigo quien debía hacer preguntas y negociar presupuestos como si la compra la
fuese a hacer él mismo o, en su defecto, algún cliente perfectamente anónimo
que le había comisionado para tal fin”.
Recomiendo
a mis lectores la lectura directa de la entrada de Zenda, porque ofrece una
sorpresa final interesante. En cualquier caso, queda perfectamente ilustrado
con un ejemplo lo que es la comisión indirecta.
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Interesante ejemplo, Joaquín.
ResponderEliminarMe acercaré al blog a ver cómo termina la historia.
Un fuerte abrazo :-)
No me puedo resistir a escribir después de leer el relato que enlazas. Digno del mejor García Márquez.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo :-)
La historia es una auténtica genialidad, realismo mágico en primera persona. Y a mí me vino perfecto para explicar en clase algo tan aburrido como los distintos modos de actuar del comisionista. Muchas gracias por leerlo. Un abrazo
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