Hace unos días vino a verme uno de mis mejores amigos, pues
deseaba hacerme una consulta profesional. El hombre venía muy enfadado porque había
ido al banco para hacer un traspaso entre cuentas de su madre, persona muy mayor
y que ya no sale a la calle. Según me indicó, había llevado una copia de los poderes
notariales que tiene a su favor –y que le preparamos en su día-, para que
pudieran bastantearlos en el banco, pero le habían dicho que no servían porque
eran una “copia simple” y no una “copia autorizada”. Ese era el objeto de su
consulta.
Nuestra contestación fue la que se desprende de la normativa
vigente, básicamente, el Reglamento Notarial, que distingue entre ambos
conceptos:
a. Las denominadas copias
autorizadas se expiden en papel timbrado, tienen el mismo valor
y efectos que las escrituras públicas de las que son reproducción, es decir, de
la matriz otorgada ante el notario y obrante en sus archivos y que goza de la
fé pública notarial.
b. Las copias simples se expiden en papel del Colegio
Notarial y carecen de los efectos de copia autorizada, siendo su función y
efectos meramente informativas.
Si bien este es el concepto puramente notarial –al respecto
puede consultarse la entrada del blog del notario amigo D. José Carmelo Llopis,
AQUÍ- añadí que no obstante, la diferencia entre ambos conceptos en la
actualidad está muy difuminada, pues la Ley de Enjuiciamiento Civil otorga la
consideración de prueba plena a la copia simple siempre que no se hubiera
impugnado su autenticidad (art. 318 LEC). De ahí que puede entenderse que una
copia simple tiene los mismos efectos que una copia autorizada salvo que se dude
de su autenticidad.
Aunque hasta ese momento el enfado de mi amigo era ostensible
pero moderado, fue entonces cuando, mirándome a los ojos con gesto compungido,
me espetó: “Eso es precisamente lo que me
duele y me indigna. Ya sé que hay copias autorizadas y copias simples, que es
algo así como la versión gratis y la versión Premium del documento notarial. Lo
que me enfurece y lo que me trae a ti, más como amigo que como abogado, es que
llevo siendo cliente de ese banco desde hace más de cuarenta años, cuando mis
padres me abrieron una libreta infantil y me ingresaban allí algún dinero de
vez en cuando. ¿Y sabes quién abrió esa cuenta infantil? Mi madre, la que me
otorgó el poder notarial de cuya autenticidad dudan ahora, y que trataba de
ahorrar peseta a peseta y guardarlo por si acaso cuando yo fuera mayor no me
podían pagar la Universidad, que era el sueño de mis padres para sus hijos
porque ellos habían dejado la escuela con doce años. Claro está que ha pasado el
tiempo, que ahora soy yo quien actúa en su nombre y en su beneficio y no al
revés, que la entidad ya no es la misma, que el dinero depositado en el banco
ya no es apreciado como entonces, que las libretas de ahorro ya no llevan un
angelito en la portada. Pero, ¿sabes una cosa? Las personas, mi madre y yo,
somos los mismos que hace cuarenta años, que hemos continuado siendo clientes
de esa entidad durante todo este tiempo, a pesar de los cambios, y que lo que recibimos
como pago es esto, la duda sobre la autenticidad y, sobre todo, la deslealtad,
que parece ser un concepto no acorde con los tiempos que vivimos. ¿O no tengo razón?”
No supe qué contestarle.
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